Los ‘cómicos’, los ‘teatreros’, los ‘faranduleros’, ‘recitantes’, ‘farsantes’, ‘histriones’, ‘representantes’, ‘actores’ o ‘comediantes’. De cualquiera de esas maneras nos hacíamos llamar. Desde el albor de los tiempos hemos existido. Todos los pueblos necesitan reír. Los cómicos existimos porque el mundo existe. El mundo necesita reírse de sí mismo para no acabarse. Así nacimos. Hacemos reír y cuando no, ayudamos a los hombres a viajar por mundos de fantasía alejados de sus propios mundos de miseria y rutina.
Hace cuatro siglos, en el Siglo de Oro, había dos tipos de cómicos. Los de las compañías ‘de Título’ (las ‘oficiales’ y autorizadas por la Corona) que gozaban de prebendas reales y vivían con cierta dignidad, y los de las compañías ‘de la legua’, formadas por personas sin clara vocación ni aptitudes, a los que los avatares de la vida les había llevado a ‘enrolarse’ en una aventura ambulante de pueblo en pueblo para poder subsistir.
Los ‘cómicos de Título’, cobraban un sueldo por su labor, actuaban en grandes ciudades y gozaban de fama y del aplauso de los cortesanos. Los ‘cómicos de la legua’ nos llamábamos así porque no nos dejaban acampar a menos de una legua de los pueblos. Nos consideraban maleantes. Nuestras compañías estaban llenas a veces de fugitivos de la justicia, de frailes o clérigos huidos del rigor monacal, de hombres de oscuro pasado que a cada paso que daban hacia el próximo pueblo perdido de nuestra España borraban un poco más las huellas sospechosas de su oscuro pasado. Vagabundos, fugitivos, delincuentes o simplemente, pobres, muy pobres, tan pobres que para poder llevarse algo a la boca aceptaban travestirse y ridiculizarse ante el auditorio más vil del pueblo más insignificante, ser a veces humillado o apedreado, ser la burla y el fantoche de una plaza cualquiera, con tal de recoger por ello las migajas suficientes para resistir un día más.
Vida de pobres que pintaban sonrisas allá donde iban, sin tener ni un pincel con el que pintarse la suya propia.
En el siglo XVII la moral intransigente de la Iglesia nos negó incluso los sacramentos y negó que fuéramos enterrados dignamente y en sagrado. Los cómicos éramos perseguidos y vilipendiados.
Pasaron los siglos y nuestra profesión siguió siendo para locos y soñadores. Y así, hace pocos años, el mundo se volvió loco y en España estalló una guerra cruenta que acabó con las risas que durante tantos siglos nuestros antecesores los cómicos viejos habían sembrado. El hambre imperó por un país en el que nadie sabía reír. La muerte y el odio llenaban el recuerdo. Sin nada que comer nos tiramos de nuevo al camino. En cada pueblo teníamos que pedir permiso al cura y al capitán de la Guardia Civil para poder estrenar nuestros teatrillos. Pero antes teníamos que recitarles nuestras obras y si las veían ‘moralmente apropiadas’ podíamos irnos a la plaza del pueblo y pregonar la próxima actuación, con la esperanza de recoger algunos reales o si acaso alguna hogaza de pan y un poco de tocino con los que engañar al estómago hasta llegar a otro pueblo al día siguiente. Vivir de camino en camino, sin más calor que el de una fogata triste en algún descampado bajo las estrellas, mientras antes de dormir ensayábamos nuestras cuatro letrillas y nuestras cuatro obritas.
Soy un ‘bululú’. Un cómico solitario que hoy llega a su pueblo a intentar ganarse la vida un día más. Si usted lo tiene a bien, con el permiso de Vuecencia y siempre guardando el decoro que Dios necesita e impone a los hombres de buen vivir que la gloria de vuestro pueblo adorna, os contaré romances y cuentecitos, algunos vodeviles ‘picarones’ del gusto de los señores y alguna poesía en décimas sobre santos milagrosos para bien de las señoras.
Hoy mismo he llegado a su pueblo para hacer mi función y continuar con mi vocación de cómico, allá donde otros hace muchos siglos que llegaron. Yo, un pobre hombre, heredero de todos aquellos hombres que vivieron o malvivieron para hacer reír a los demás, pido de usted su permiso para pregonar en su plaza, con la humildad de quien no tiene más pago que una risa y una moneda.
Quiera la divina providencia que tenga a bien decretar su permiso a este cómico para actuar hoy para su pueblo.
Sea así y guárdele Dios a Su Ilustrísima por muchos años.
Sergio Lanzas Oleas, cómico.
En la villa de Málaga, a 29 de enero de 1943.