Reproducimos íntegra la Conferencia Inaugural del Carnaval de Málaga celebrada en el Aula de Cultura de Diario Sur y Ámbito Cultural del Corte Inglés el pasado Miercoles 1 de Febrero a las 19.30 Horas. La conferencia fué ilustrada por la Comparsa "Los Estudiantes" original de los hermanos Juan y Jesús Gutiérrez, primer premio de la modalidad de Comparsas del Carnaval 2005 en el Concurso de Málaga.
PSICOFÍSICA DEL SIMBOLISMO CARNAVALESCO
Francisco Fortuny
Tengan ustedes buenas tardes.
Lo primero es explicar el título de nuestra disertación: debemos confesar que éste no es literalmente su real título, pues en verdad (os digo) debería haber sido el que sigue: Simbología psicofísica del Carnaval. Debemos, entonces, tomarnos el título como lo que es: una figura poética o estilística , algo así como una especie de doble hipálage: el carnaval, como todo festejo público, responde a una necesidad ritual; y todos los rituales entrañan una significación o sentido que siempre es sentido figurado o poético en conexión directa con lo más profundo de nuestro psiquismo a través de un símbolo que, desenrollado a manera de narración, dará como resultado un mito poético que estatuirá, a su vez, un ritual: toda fiesta instituida por una tradición cultural responde a unos contenidos profundos de la psique humana que, siguiendo la terminología de Durand, podemos estudiar desde una arquetipología junguiana de nuestro inconsciente colectivo; porque toda celebración es en el fondo una celebración litúrgica que, por necesidad psíquica humana, es conmemoración de algo bueno y feliz que se dice tuvo lugar en el lo más profundo del pasado, in illo tempore, pero que, hoy lo sabemos, tiene lugar en lo más profundo de nuestra más íntimas e incluso inconfesables vivencias transconscientes:
Todo ritual data de ciertos lejanos tiempos, cuando la naturaleza física era considerada sagrada: el lugar donde los dioses inherentes a la naturaleza se manifiestan: tiempos previos a la concepción trascendente de Dios, causante ella de la desacralización que, desde la instauración del cristianismo en occidente, viene sufriendo toda la Physis o toda la Natura: sin la inmanencia de su divinidad, ha quedado convertida en cosa sin sentido ni razón de ser ni, por lo tanto, encanto (en las dos acepciones que la polisemia de esta palabra entraña: encanto mágico, encanto de su belleza poética).
Nuestras vidas siempre están, porque deben estarlo, sometidas a norma: una serie ordenada de normas que nos rigen y nos hacen normales, lo cual a menudo quiere decir los mismo que mediocres e insignificantes, y en última instancia sometidos a las autoritarias exigencias de la normativa normalidad de la norma: rompemos esa asfixiante normalidad en periodos autorizados de rebelión contra la norma siempre limitadora y opresiva, y nacen las fiestas y celebraciones oficiales donde todo lujo de licencia tiene su permitido y efímero desarrollo. En Semana Santa, en Navidad, etc., hay licencia para beber como cosacos y dejar la seriedad y la cordura para gozar de la locura humorística y payasa, de la bufonesca locura que nos confiere una especie de impunidad asamblearia, de modo que nos permitimos decirle bufonadas al rey y sus políticos. Pero es evidente que todas esas fiestas públicas celebran algo obvio: el nacimiento o la resurrección de Dios o de las dioses que, después de regalarnos con nuestra existencia y nuestra vida, han bajado al mundo para dictar sus tristes leyes y sórdidas normas que regirán nuestra conducta; y como todo dios es sabio, no se nos puede exigir que siempre seamos cuerdos, porque entonces nos volveríamos locos de verdad y para siempre: nos hace falta un poco de locura para sanear las energías vitales que gastamos y que se desgastan con el ejercicio arduo de cumplir con nuestros tristes deberes y nuestras sórdidas obligaciones: que vuestra seriedad se tome vacaciones, dice el dios, para que vuestra cordura nunca se desgaste del todo, y así la vida siga.
Parecer ser, según dicen sabios antropólogos, que el carnaval tuvo sus remotos orígenes en ritos de confusión que tenían que ver con el intercambio de roles sociales: en Mesopotamia, por ejemplo, el soberano intercambiaba su papel con el de su bufón que, después de enseñorear la corte durante algunos días humillando al señor y a los señores, era luego inmolado en las aras de un dios o diosa a modo de chivo expiatorio, para lavar el mundo de los errores y pecados cometidos por el poder, permitiéndole a éste seguir el resto del año con su normal ejercicio; aunque más tarde el rito se humanizaría, quedando todo en mera representación teatral con (todo lo más) final apoteósico de palos y azotaina aderezados con alegres carcajadas que acababan por poner las cosas en su sitio, como siempre habían estado. Claro que, es obvio, esta minucia de caos y libertinaje teatral no satisfacía a los siervos, quienes con el tiempo invocarían a sus propios dioses, los cuales instituirían a su vez sus propias fiestas teatrales donde el delirio colectivo expresaba (“¡fuera la presión, viva la vida alegre!”) la rebeldía contenida (y siempre dentro de unos límites) que la vitalidad necesitaba para evitar su ahogo definitivo. Y así nacieron los cultos orgiásticos como los de Dionisos, el dios del vino, o Adonis o Perséfone, dioses del cereal: dioses que mueren y resucitan o renacen todos los años después de haber pasado una estación en el infierno, dentro de la tierra , en compañía de muertos y de espectros monstruosos, y también de raíces y semillas que para la estación siguiente germinarán gracias a la divina presencia de esos dioses ad inferos y que, así y por eso, luego subirán, en divina compañía, a la superficie de la tierra, convertidas otra vez en la deiforme vida de la vegetación, de las flores y los frutos de que nos alimentamos una vez terminada la cosecha, la cual nunca podría haber tenido lugar sin una siega (muerte) y siembra (inicio de re-nacimiento) que realimentaran el proceso cíclico y anual de la vida.
Pues bien: la faz de la tierra es el lugar del orden: los infiernos son el lugar del caos: allí los monstruos desproporcionados y deformes manifestaban su proximidad a aquella eterna fuente de donde, según decían los poetas antiguos, todo surgió allá por los orígenes previos al cosmos: si Dionisos o Adonis y Perséfone son dioses del re-nacimiento, sólo una divinidad pudo ser pre-dios y proto-dios del nacimiento absoluto de los dioses y el Cosmos: el Padre Caos que, como sus hijos antes citados, una vez, ha mucho, en el principio, antes de que ninguna cosa hubiera venido a la existencia, murió, como Jesús el Cristo, por nosotros: a fin de que nosotros pudiéramos vivir. Allá en lo hondo del Inicio del Tiempo (y el Espacio y la materia y la vida y la inteligencia) todas las cosas yacían juntas y revueltas, y todas eran una y la misma, porque ninguna de ellas eran ellas mismas, porque no había forma alguna: no había límites ni fronteras que pudieran distinguir una cosa de otra, y todas en informe y amorfa mescolanza, en orgía de perenne confusión, estaban esperando la venia y la venida (de dónde) de la Palabra que animara su distinguida consistencia, le otorgara sus marcas distintivas, su carácter propio y diferente del resto, su personalidad particular, su identidad, su ser, su forma y su materia, su sustancia: su máscara.
Máscaras (en latín personae, en griego carácter) que cuando el año parece morir después de la caída de las hojas en otoño, cuando todo yace muerto bajo la tierra helada, pueden se intercambiadas por otras: si el rito orgiástico es licencioso y carnal, y caótico, lo es porque, aunque nuestra conciencia lo ignore, nuestro inconsciente sí que sabe de nuestra necesidad de descansar de todos los trabajos que nos impone la ley de la vida humana y natural para, anticipándonos al descanso eterno, cuando perdemos nuestra forma y volvemos a fundirnos con el todo indistinto de la materia informe, entrar en contacto con la fuente del origen, el Caos, para remozarnos cuando él muera por nosotros, para que nosotros vivamos, otra vez.
Pudiérase pensar, no obstante, que el carnaval es el vestigio de un ritual obsoleto: porque quién va a creese hoy día todo eso de Dios o de los dioses, ni de la resurrección ni tantas otras supersticiones del pasado.
Pues bien: yo (en verdad) os digo: todos. Todos nosotros, inconsciente y colectivamente, creemos en él. Es más: si no lo hacemos es porque no necesitamos creer: lo sabemos: el Caos existe.
Por doquier.
Y no sólo en la vida de los pueblos, tantas veces sometidos al caos y a la muerte, la destrucción injusta y la iniquidad de la aniquilación.
También lo sabemos porque en el siglo XX, la disciplina más moderna y actual y vigente de todas, la Ciencia, lo ha vuelto a descubrir, como lo hicieron antaño los poetas antiguos, como el Hesiodo de la Teogonía.
Ilia Prigogine, premio Nobel de Química, inventó o descubrió, lo mismo es, la Teoría del Caos y las Catástrofes, que viene a decir lo que sigue: toda creación de todo sistema físico nuevo emerge de un proceso energético o material (es lo mismo, según Einstein: la energía es materia multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz) caótico: imaginemos un cazo con agua: todas sus moléculas (de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno) yerran al azar chocando unas con otras y contra las paredes internas del recipiente en un estado de confusión aleatorio, pero si acercamos ese sistema equilibrado de máxima entropía a una fuente de calor, v. gr., el fuego de una hornilla, llegará un instante en que se producirá una catástrofe (término inventado por el matemático René Thom para aludir a un cambio drástico): las partículas empezarán a comportarse solidarias en un baile conjunto girando y dando vueltas y más vueltas sobre sí de modo organizado y armónico, y en la masa del líquido aparecerán corrientes de convección: las partículas, antes solitarias e independientes errando al azar sin orden ni concierto, se han puesto de acuerdo para funcionar en un acorde colectivo participando en la danza de la rueda protagonizada por cada una de las corrientes giratorias, y así habrá aparecido una nueva configuración organizada de todas ellas, hasta que el aumento del calor dé ocasión a la transición de fase que las hará comportarse otra vez de manera caótica volviéndolas vapor, o hasta que el descenso bajo cero de la temperatura las ordene de manera asimétrica convirtiéndolas en hielo.
Nosotros mismos somos cada uno un sistema alejado del equilibrio térmico de máxima entropía, porque ingerimos cada día nuevas energías que hace en nosotros se mantenga con cada nutrición diaria una catástrofe perenne, que salva nuestra vida de la muerte manteniendo la organización de los órganos de nuestro organismo, compuestos de moléculas danzantes que bailan al bioquímico son de un acorde complejo.
Y el conjunto armónico de todos los sistemas ecológicos de Gaia (o Gea), el supersistema vivo de la Tierra, y todo el conjunto armónico de supersistemas geicos (o gayaicos) del universo constituyen también un superorganismo: sabemos desde Hubble que las galaxias se separan cada vez más, pues el espacio cósmico es un tejido elástico en perpetua expansión. De modo que si viajamos con la imaginación hasta el pasado comprenderemos que tuvo alguna vez que darse una situación en la cual las galaxias estuvieran cada vez más cerca de manera que llegaríamos al punto en que toda la materia del universo estuviera en contacto: la gravedad entonces sería tan intensa que todos los átomos se romperían y los electrones que giran en torno de los núcleos vencerían la fuerza de repulsión eléctrica que los mantienen alejados de sus protones, y se unirían a ellos conformándose en neutrones, que a su vez se tornarían en una sopa de quarks, que se unirían también fundiéndose hasta comprimirse en un punto sin espacio (ni tiempo) que contendría (omni)potencialmente todo el universo, que se hallaría comprimido y espachurrado al fin (al principio) en un vacío cuántico cargado, dada su infinita densidad, de toda la energía necesaria para crear un cosmos.
Cosmos que en ese momento aún no existiría como tal: un precosmos: un caos.
Allí, en aquella einsteniana singularidad matemática dejarían de funcionar las leyes de la física, por lo que todo, cualquier cosa, sería, pues, posible: crear un universo por ejemplo.
Este universo.
Sabemos que, además, en el centro de estrellas muy masivas que implotaron alguna vez como consecuencia de su inmensa gravedad, hay una singularidad idéntica a aquella del origen, salvo por una diferencia: en torno a las primeras se forma un horizonte de sucesos, un campo gravitatorio tan fuerte que nada, ni siquiera la luz pueden salir de él, y aún más: se traga todos los objetos que se acercan a su frontera: los científicos llaman ese inmenso bostezo de la nada (en griego: caos) un agujero negro; mientras que la segunda y única singularidad parece haber tendido a hacer más bien lo contrario:
Sabemos que una vez, hace mucho, muchísimo tiempo, hace más o menos quince mil millones de años, en un densísimo y diminutísimo agujero negro (lo único que entonces existía) ocurrió una extraña fluctuación de energía que produjo en el sistema caótico una catástrofe maravillosa: la singularidad de aquel boquete mínimo, en vez de engullir y de zamparse todo lo que había alrededor (no había nada), lo vomitó a lo bestia como estallando en una gran explosión (big bang) que todavía continúa y cuya metralla son las galaxias, llenas de estrellas y planetas, en uno de los cuales vivimos nosotros hoy en día..
O como dice Prigogine: sabemos que todo emergió aquella vez del vacío (cuántico).
Y que por tanto Hesiodo tenía (casi) razón.
El caos existe. Y subsiste potencialmente debajo de la muerte y los fenómenos físicos que manifiestan su apariencia en nuestros actos de experiencia de la naturaleza y de la vida.
Y el carnaval (aunque inconscientemente) lo celebra: gracias al caos estamos todos vivos.
Cuando muramos volveremos a él.
Estamos condenados a nacer de por muerte.
Por eso mismo es que, cuando buscamos la razón de ser de nuestra existencia y nuestra vida, cuando imploramos un poco de Sentido a todo este misterio del que participamos y que llamamos universo, después de sentirnos desorientados ante tanta inmensidad, y de que nos haya parecido que hemos hecho preguntas que no tienen respuesta, acabemos compensando dicha carencia ignara con manifestaciones rituales que, basadas en mitos olvidados, sin embargo, permanecen en nuestro inconsciente colectivo como símbolos arquetípicos vivos, señaladores de algo sagrado, maravilloso, mágico y encantador y tan bello (como para motivar la más enigmática de nuestras alegrías), que hemos perdido en la conciencia de nuestra cultura, pero que queremos resucitar, no sabemos por qué.
Y la cosa es que tal vez no haya ninguna respuesta. Pero si las hubiere, no me cabe duda de que se hallan, pendientes de nuestro redescubrimiento (o reinvención), allá, en aquel punto caótico y remoto, a donde con inocencia señala el rito del simbolismo psicofísico del Carnaval.
Yo al menos asílo hago o lo intento. Y así se lo recomiendo a ustedes, de quienes ahora me despido deseándoles buenas noches y dándoles las gracias por su amable y paciente atención.