Fotografía de carnaval
(Diario La Opinión de Málaga, 20 de febrero de 2004)
Reservamos nuestras burlas para aquello que nos es semejante, escribió Valle-Inclán. Que una fiesta llegue tan lejos como ésta, permite rescatar al ciudadano común que se atreve a decir lo que piensa con coplas o se encumbra como un dios disfrazado, contribuyendo a la creación de una atmósfera de libertad en un ambiente de farsa; qué difícil conjugar ambas cosas, y qué gran logro de la fiesta. Lo que el carnaval del siglo XXI ofrece a la ciudad no es un mundo aparte y alejado de la realidad, sino una proyección verídica del contexto local, nacional y universal en el que se mueven sus protagonistas, festejantes que se miran al espejo y no observan únicamente lo que ven, sino el porvenir que les espera, esto es, sus temores y esperanzas. La risa es siempre provisional y, a menudo, revela la enorme resistencia de quien ríe, ese ciudadano que vive ligado al problema y las vicisitudes de su tiempo, convirtiéndolas en su mayor causa. Permítanme explicarles mi caso particular: disfrazado por razones laborales y carnavalero oyente durante todo el año; sumido por vocación al rigor de las palabras escritas capaces de crear mundos paralelos y, en consecuencias, desequilibrios... he acabado por ser un malabarista subido al alambre de mi propio mundo que salta de lo real a lo que no lo es, siempre arriesgando una caída. Este año he ido al carnaval con mi hijo Fernando, los dos disfrazados de Spiderman y hemos logrado atrapar la diversión que esperábamos: una copla en calle Larios y otra en La Alameda, un tropiezo con los malos por aquí y otro con los buenos por allá (como lo define él), Dioses y diosas a los que alfombrábamos la calle con nuestra tela de arañas humanas, ambos sumergidos en una especie de universo circular donde todo se transfiguraba y trascendía. Pero entonces, sucedió lo peor, mi hijo me descubrió ante unos conocidos en plena Plaza de la Constitución. Reservaba su mejor burla para su propio padre.
© David Delfín