Triunfo de la farsa (1)
(Diario SUR, 11 de febrero de 2001)
Cuando nacemos nos subimos a una identidad (familiar, social o nacional) del mismo modo en que nos alejamos de otras posibles que pudiéramos llevar en nuestra condición de recién llegados al mundo. Desde el principio, nos moldea nuestra voluntad de identificarnos con nuestro entorno o de repetir tanto a diario como anualmente los mismos ritos y costumbres, motivo por el que tantas veces necesitamos invertir los papeles sociales o usurpar aquél que se nos niega cuando casi a diario somos en ocasiones público y en otras actores protagonistas, guardia urbano e infractor, dirigente y subordinado, quizá para sentir que también somos capaces de transgredir las normas que nos impone ser miembros responsables de una comunidad. Del mismo modo, también durante la celebración del carnaval está permitido que la conducta individual no tenga necesidad de ajustarse a patrones o normas estrictas o que nada pueda calificarse de correcto o incorrecto, porque su lógica es la confusión, un modelo de farsa en la que cualquier conducta puede ser admitida dentro del espacio festivo: la urbanidad y el desconcierto, la aptitud responsable y la exaltación, tal vez como muestra evidente de nuestra necesidad de presentar batalla y vencer, al menos una vez en el año, a cuantos valores nos reprimen.